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Michael Crichton (1942-2008) |
Michael Crichton escribió el texto que reproduzco más abajo como apéndice a su libro
Estado de Miedo (2004). Esta es una más de sus novelas de suspenso tecnológico, o tecno-thrillers, como se los ha llamado, y a mi juicio dista mucho de ser la mejor. Si les interesa leerlo, conviene que salten el párrafo que sigue porque voy a spoilear un poco.
En el libro, un grupo de ecoterroristas, planea una serie de atentados disfrazados de desastres naturales para llamar la atención mundial hacia el problema del calentamiento global supuestamente antropogénico. Los protagonistas -un filántropo millonario (una mezcla entre Bruce Wayne y el viejito de Parque Jurásico), un técnico (que resulta que sabe bastante de armas), su secretaria (la infaltable chica linda, esquiadora, escaladora, etc), junto con un científico y su sobrina (que es una especie de Rambo)- deberán detener cada uno de los atentados y exponer a los culpables. A ellos se suma el abogado del filántropo, que es la excusa del autor para hablar del cambio climático, ya que es el único personaje que no tiene formación científica y durante casi toda la novela mantiene discusiones sobre estos temas con los otros personajes. Si bien la novela muestra al calentamiento global como lejos de estar demostrado, y cita fuentes reales de cada afirmación que se hace, el autor critica más que nada la difusión de teorías alarmistas por parte de medios desinformados y grupos con agendas predefinidas. Poco después de la publicación de Estado de Miedo, Crichton
comparó al ecologismo (que no es lo mismo que ecología, que es una ciencia) con una religión.
Como decía, el autor agregó dos apéndices al libro, uno sobre las
opiniones personales después de varios años de estudio sobre el tema, y el otro sobre los peligros de politizar la ciencia. Los dejo con el segundo de esos textos y en algún otro post hablamos sobre el cambio climático.
Por qué es peligrosa la politización de la ciencia, por Michael Crichton.
Imaginemos que aparece una
nueva teoría científica que nos advierte de una crisis inminente y señala una
posible salida.
La teoría atrae de inmediato el
apoyo de los principales científicos, políticos y celebridades del mundo.
Financian la investigación destacados filántropos y la llevan a cabo
prestigiosas universidades. Se informa de la crisis con frecuencia en los
medios de comunicación. Los conocimientos científicos pertinentes se enseñan en
las aulas de institutos y universidades.
No me refiero al calentamiento
del planeta. Hablo de otra teoría, que cobró prominencia hace un siglo.
Entre quienes la apoyaron se
incluían Theodore Roosevelt, Woodrow Wilson y Winston Churchill. Fue aprobada
por los jueces del Tribunal Supremo Oliver Wendell Holmes y Louis Brandeis, que
se pronunciaron a favor. Entre los famosos personajes que la respaldaron
estaban Alexander Graham Bell, inventor del teléfono; la activista Margaret
Sanger; el botánico Luther Burbank; Leland Stanford, fundador de la Universidad
de Stanford; el novelista H. G. Wells; el dramaturgo George Bernard Shaw, y
muchos más. Dieron su apoyo numerosos premios Nobel. Contribuyeron a
financiarla las fundaciones Carnegie y Rockefeller. El Cold Springs Harbor
Institute se construyó para llevar a cabo la investigación, pero también se
realizaron aportaciones importantes en Harvard, Yale, Princeton, Stanford y
Johns Hopkins. Se aprobaron leyes para afrontar la crisis en muchos estados
desde Nueva York hasta California.
Estos esfuerzos recibieron el
apoyo de la Academia Nacional de las Ciencias, la Asociación Médica Americana y
el Consejo Nacional de Investigación. Se dijo que si Jesús hubiese vivido,
habría respaldado este esfuerzo. En total, la investigación, la legislación y
el encauzamiento de la opinión pública en torno a la teoría se prolongaron
durante casi medio siglo. Quienes se opusieron fueron obligados a callar y
tachados de reaccionarios, ciegos a la realidad o simplemente ignorantes. Pero
en retrospectiva lo sorprendente es que plantease objeciones tan poca gente.
Hoy día sabemos que esta famosa
teoría que tanto apoyo recibió era de hecho pseudociencia. La crisis que
postulaba no existía. Y las medidas tomadas en nombre de esa teoría eran incorrectas
desde un punto de vista moral y penal. En última instancia provocaron la muerte
de millones de personas.
La teoría era la eugenesia, y
su historia es tan espantosa -y para quienes se vieron envueltos en ella, tan
vergonzosa- que en la actualidad apenas se habla. Pero debería ser conocida por
todos los ciudadanos para que sus errores no se repitan.
La teoría de la eugenesia
postulaba una crisis de la dotación genética que conducía al deterioro de la
especie humana. Los mejores seres humanos no se reproducían con la misma
rapidez que los inferiores: los extranjeros, los inmigrantes, los judíos, los
degenerados, los incapacitados y los «débiles mentales». Francis Galton, un
respetado científico británico, fue el primero que especuló en este terreno, pero
sus ideas se llevaron mucho más lejos de lo que él preveía. Las adoptaron los
norteamericanos con formación científica, así como aquellos sin el menor
interés en las ciencias pero preocupados por la inmigración de razas inferiores
a principios del siglo XX: «peligrosas plagas humanas» que representaban «la
creciente marea de imbéciles» y que contaminaban lo mejor de la especie humana.
Los eugenistas y los
inmigracionistas aunaron fuerzas para poner remedio a esta situación. El
proyecto consistía en identificar a los individuos que eran débiles mentales
-existía acuerdo en que los judíos eran en su mayor parte débiles mentales,
pero también muchos extranjeros, así como los negros- e impedir su reproducción
mediante el aislamiento en instituciones o la esterilización.
Como dijo Margaret Sanger,
«acoger a los inútiles a costa de los buenos es una crueldad extrema… no hay
mayor maldición para la posteridad que legarle una creciente población de
imbéciles». Habló de la carga que representaba ocuparse de «este peso muerto de
desechos humanos».
Estos puntos de vista fueron
compartidos por muchos. H. G. Wells se opuso a los «enjambres mal preparados de
ciudadanos inferiores». Theodore Roosevelt dijo que «la sociedad no debe
permitir que los degenerados se reproduzcan». Luther Burtank: «No debe
permitirse que los criminales ni los débiles se reproduzcan». George Bernard
Shaw declaró que solo la eugenesia podía salvar a la humanidad.
Este movimiento contenía un
manifiesto racismo, ejemplificado en textos como The Rising Tide of Color Against White World Supremacy, del autor
estadounidense Lothrop Stoddard. Pero en su día el racismo se consideró un
aspecto irrelevante del esfuerzo por alcanzar un maravilloso objetivo, la
mejora de la especie humana en el futuro. Fue esta idea vanguardista la que
atrajo a las mentes más liberales y progresistas de una generación. California
fue uno de los veintinueve estados que aprobaron leyes autorizando la
esterilización, pero resultó ser el más optimista y entusiasta: se practicaron
más esterilizaciones en California que en ningún otro lugar de Estados Unidos.
La investigación eugenésica
recibió financiación de la Fundación Carnegie y posteriormente de la Fundación
Rockefeller. Esta última demostró tal entusiasmo que incluso después de
trasladarse el centro de los esfuerzos eugenésicos a Alemania e implicar la
muerte en la cámara de gas de los internos de los sanatorios mentales, siguió
financiando a investigadores alemanes a muy alto nivel. (La fundación lo llevó
en secreto, pero aún financiaba esa investigación en 1939, solo unos meses
antes de desatarse la Segunda Guerra Mundial.)
Desde la década de los veinte,
los eugenistas norteamericanos sintieron envidia porque los alemanes habían
pasado a encabezar el movimiento. Los alemanes eran de un progresismo
admirable. Establecieron casas de aspecto corriente donde se llevaba e
interrogaba uno por uno a los «deficientes mentales», antes de conducidos a una
habitación trasera, que era, de hecho, una cámara de gas. Allí los gaseaban con
monóxido de carbono, y sus cadáveres se eliminaban en un crematorio situado en
la finca.
Con el tiempo, este programa se
amplió a una vasta red de campos de concentración ubicados cerca de las líneas
de ferrocarril, lo que permitió el eficaz transporte y sacrificio de diez
millones de indeseables.
Después de la Segunda Guerra
Mundial, nadie era eugenista, y nadie lo había sido. Los biógrafos de los
personajes célebres y poderosos no se explayaron sobre la atracción ejercida
por esta filosofía en sus biografiados, y en ocasiones ni siquiera lo
mencionaban. La eugenesia dejó de ser tema en las aulas universitarias, aunque
algunos sostienen que sus ideas siguen vigentes bajo una forma distinta.
Pero en retrospectiva destacan
tres puntos. Primero, pese a la construcción del Cold Springs Harbor
Laboratory, pese a los esfuerzos de las universidades y los alegatos de los
abogados, la eugenesia carecía de fundamento científico. De hecho, en la época
nadie sabía qué era realmente un gen. El movimiento pudo desarrollarse porque
utilizaba términos vagos que jamás se definieron con rigor. La «debilidad
mental» podía significar cualquier cosa, desde pobreza y analfabetismo hasta
epilepsia. Análogamente, no existían definiciones claras de «degenerado» o
«incapacitado».
En segundo lugar, el movimiento
eugenésico fue en realidad un programa social disfrazado de programa
científico. Lo impulsaban el racismo, la preocupación por la inmigración y el
hecho de que gente indeseable se trasladase al barrio o al país de uno. Una vez
más, una terminología vaga contribuyó a ocultar lo que ocurría realmente.
En tercer lugar, y lo más
lamentable, las instituciones científicas de Estados Unidos y Alemania no
organizaron ninguna protesta continuada. Todo lo contrario. En Alemania, los
científicos se apresuraron a incorporarse al programa. Los investigadores
alemanes modernos han vuelto a revisar los documentos nazis de la década de los
treinta. Esperaban encontrar instrucciones indicando a los científicos qué
debían investigar. Pero eso no fue necesario. En palabras de Ute Deichman, «los
científicos, incluidos aquellos que no pertenecían al partido [nazi],
procuraron obtener financiación para su trabajo mediante la modificación de su
comportamiento y la cooperación directa con el Estado». Deichman hace alusión
al «papel activo de los científicos respecto a la política racial nazi... donde
[la investigación] tuvo el objetivo de confirmar la doctrina racial... no puede
documentarse ninguna presión externa». Los científicos alemanes adaptaron sus
intereses como investigadores a las nuevas políticas. Y los pocos que no se
adaptaron desaparecieron.
Un segundo ejemplo de ciencia
politizada posee un carácter muy distinto, pero ilustra los riesgos presentes
en el hecho de que la ideología de un gobierno controle la labor de la ciencia,
y de que unos medios de comunicación poco críticos promuevan falsos conceptos.
Trofim Denisovich Lisenko fue un campesino con gran aptitud para la
autopromoción que, según se decía, «resolvió el problema de la fertilización de
los campos sin fertilizantes ni minerales». En 1928 declaró haber inventado un
procedimiento llamado «vernalización» mediante el cual las semillas se
humedecían y enfriaban para potenciar el posterior crecimiento de los cultivos.
Los métodos de Lisenko nunca se
sometieron a un ensayo riguroso, pero su afirmación de que estas semillas
tratadas transmitían sus características a la siguiente generación representó
un resurgimiento de las ideas de Lamarck en una época en que el resto del mundo
acogía la genética de Mendel. Josef Stalin se sintió atraído por las ideas de
Lamarck, que implicaban un futuro sin los condicionamientos de las
restricciones hereditarias; quería asimismo mejorar la producción agrícola.
Lisenko prometía tanto lo uno como lo otro, y se convirtió en el niño mimado de
unos medios de comunicación soviéticos que andaban buscando noticias sobre
campesinos inteligentes que desarrollaban procedimientos revolucionarios.
Se presentó a Lisenko como
genio, y él sacó el máximo provecho de su celebridad. Tenía especial habilidad
para denunciar a sus opositores. Utilizó cuestionarios de granjeros para
demostrar que la vernalización incrementaba el rendimiento de los cultivos y
eludió así cualquier ensayo directo. Impulsado por el entusiasmo estatal, su
ascensión fue rápida. En 1937 pertenecía ya al Sóviet Supremo.
Para entonces, Lisenko y sus
teorías dominaban la biología rusa. El resultado fueron las hambrunas que
acabaron con millones de vidas y las purgas que llevaron a cientos de
científicos soviéticos disidentes a los gulags o los pelotones de fusilamiento.
Lisenko llevó a cabo un agresivo ataque contra la genética, que finalmente se
prohibió por considerarse «pseudociencia burguesa» en 1948. Las ideas de
Lisenko carecían de toda base, y sin embargo controlaron la investigación
soviética durante treinta años. El lisenkoísmo terminó en la década de los
sesenta, pero la ideología rusa aún no se ha recuperado por completo de esa
etapa.
Ahora participamos en una nueva
gran teoría, que una vez más ha captado el apoyo de políticos, científicos y
celebridades de todo el mundo. Una vez más, la teoría es promovida por las
principales fundaciones. Una vez más, la Investigación corre a cargo de
prestigiosas universidades. Una vez más, se aprueban leyes y se aplican con
carácter de urgencia programas sociales en su nombre. Una vez más, los críticos
son pocos y reciben un mal trato.
Una vez más, las medidas que se
aplican tienen poca base en la realidad o la ciencia. Una vez más, grupos con
otras agendas se esconden tras un movimiento que parece tener elevadas miras.
Una vez más, la superioridad moral se utiliza como argumento para justificar
acciones extremas. Una vez más, el hecho de que algunas personas salgan
perjudicadas es considerado un mal menor porque se afirma que una causa
abstracta es más importante que cualquier consecuencia humana. Una vez más,
términos vagos como «sostenibilidad» y «justicia generacional» -términos sin
una definición establecida- se emplean al servicio de una nueva crisis.
No sostengo que el
calentamiento global sea lo mismo que la eugenesia. Pero las afinidades no son
solo superficiales. Y sí afirmo que se está reprimiendo la discusión abierta y
franca de los datos y de los resultados. Destacadas publicaciones científicas
se han declarado con rotundidad a favor del calentamiento global, lo cual no es
competencia suya. Dadas las circunstancias, cualquier científico escéptico
comprenderá que lo más sensato es callarse sus opiniones.
Una prueba de esta represión es
el hecho de que muchos de los críticos declarados del calentamiento del planeta
son profesores jubilados. Estos ya no buscan becas, ni tienen que enfrentarse a
colegas cuyas solicitudes de beca y cuya promoción académica puede verse en
peligro a causa de sus críticas.
En la ciencia, los ancianos
suelen equivocarse. Pero en la política, los ancianos son sabios, aconsejan
cautela y al final tienen razón a menudo.
La historia pasada de la fe
humana es un cuento con moraleja. Hemos matado a miles de congéneres porque
creíamos que habían firmado un pacto con el diablo y se habían convertido en
brujos. Aún matamos más de mil personas al año por brujería. En mi opinión,
solo hay una esperanza para que la humanidad salga de lo que Carl Sagan llamó
«el mundo demonizado» de
Nuestro pasado. Esa esperanza
es la ciencia.
Pero como dijo Alston Chase,
«cuando la búsqueda de la verdad se confunde con la defensa política, la
búsqueda del conocimiento se reduce a la búsqueda de poder».
A ese peligro nos enfrentamos
ahora. Y por eso la mezcla de ciencia y política es una mala combinación, con
una mala historia. Debemos recordar la historia y asegurarnos de que lo que le
presentamos al mundo como conocimiento es desinteresado y honesto.