Hace unas semanas tuve el placer de leer Los Dragones del Edén, de Carl Sagan. No resultó ser uno de mis favoritos de este autor, quizás porque los temas tratados no son los que más me atraen, pero el libro es excelente. Por un lado, como todo lo que escribió Sagan, acerca al lector al mundo de la ciencia (en este caso, principalmente a la biología y la antropología) de una manera amena y fácilmente comprensible, aunque no por ello menos profunda. Por el otro, analiza la evolución de la inteligencia humana desde los primeros homínidos, haciendo especial hincapié en las funciones del neocórtex y describiendo en detalle muchos de los experimentos que llevaron al nivel de conocimiento disponible en la época por la que el libro fue escrito (1977). Este libro le valió a Carl Sagan el premio Pulitzer.
A continuación, reproduzco un extracto de uno de los últimos capítulos del libro, en el que Sagan se refiere al debate en torno del aborto en Estados Unidos (los links, obviamente, son míos):
"Un mejor
conocimiento del cerebro puede influir también algún día en cuestiones sociales
tan delicadas como son la definición de la muerte y la aceptabilidad del aborto.
[…]
Ideas
similares podrían ayudar a resolver el apasionado debate sobre el aborto surgido
en los Estados Unidos mediado el actual decenio, una controversia en extremo vehemente
caracterizada por el rechazo rotundo de los puntos de vista de la otra parte.
Por un lado están los que sostienen el derecho innato de la mujer al «control
de su propio cuerpo», lo cual incluye, según los que defienden esta tesis, el
poder provocar la muerte del feto en base a diversos motivos, entre los que
destacan la aversión psicológica a engendrar un hijo y la falta de medios para
educarlo. En el otro extremo están los que defienden la idea del «derecho a la
vida», la aserción de que la muerte de un simple cigoto, de un óvulo
fertilizado antes de la primera etapa embrionaria, equivale a un asesinato, por
cuanto el cigoto lleva en sí la capacidad de dar vida a un ser humano. Soy
perfectamente consciente de que en un tema en el que concurren sentimientos tan
apasionados toda solución que se proponga no satisfará a ninguna de las dos
partes, y en ocasiones el corazón y la mente nos llevan a diferentes
conclusiones. Sin embargo, retomando algunas ideas avanzadas en capítulos
anteriores de este libro, quisiera ofrecer aunque sólo fuera una tentativa de
compromiso razonable.
Es
indiscutible que legalizando el aborto se evita el drama y la carnicería a que
conduce muchas veces el aborto clandestino realizado por manos incompetentes, y
que en una civilización cuya supervivencia se ve amenazada por el espectro de
un crecimiento demográfico sin control alguno, el aborto médico puede redundar
en beneficio de la sociedad. Por otro lado, el infanticidio a secas resuelve de golpe ambos problemas y de hecho
se ha empleado de manera generalizada en el seno de numerosas comunidades
humanas, entre ellas determinados sectores sociales de la antigua Grecia, país que
suele considerarse como la cuna de nuestra cultura. En la actualidad sigue
practicándose en gran medida; en muchas partes del mundo uno de cada cuatro
recién nacidos no vive más allá de un año. Sin embargo, y con arreglo a las
leyes que rigen en la sociedad occidental, no cabe la menor duda de que el
infanticidio constituye un asesinato. Teniendo en cuenta que un sietemesino, es
decir, un niño nacido prematuramente en el séptimo mes del embarazo, no se
diferencia en nada fundamental del feto que lleva siete meses en el útero, me
parece lógico concluir que el aborto, por lo menos en los últimos tres meses,
ronda el asesinato. Las objeciones de que el feto durante el tercer trimestre
todavía no respira me parecen un tanto equívocas, y, así, cabría preguntarse si
es permisible cometer infanticidio inmediatamente después de que la criatura
haya nacido, cuando todavía no se ha cortado el cordón umbilical ni el niño ha
aspirado la primera bocanada de aire. En una línea discursiva similar, si yo no
estoy psicológicamente preparado para convivir con un extraño, por ejemplo, en
un cuartel o en una residencia universitaria, no por ello tengo derecho a darle
muerte, y, de la misma manera, la irritación que pueda producirme el destino
que se da al dinero que pago en concepto de impuestos no debe llevarme al extremo
de exterminar a los recipendiarios de los mismos. Con frecuencia suele
entremezclarse en estos debates la cuestión de las libertades civiles. ¿Por qué
se me han de imponer las convicciones de otros sobre esta cuestión?, se
preguntan algunos. Con todo, aquellos que personalmente no suscriben el
concepto convencional de asesinato, se ven constreñidos por la sociedad a
someterse a lo dispuesto en el código penal.
En el polo
opuesto de la discusión, la frase «derecho a la vida» constituye un ejemplo
claro de expresión altisonante concebida para impresionar más que para aclarar
las cosas. Ni hoy ni nunca ha existido en ningún país de la Tierra el derecho a
la vida (tal vez haya alguna excepción, como los Jainas de la India). Criamos animales domésticos para luego
darles muerte, destruimos los bosques, contaminamos ríos y lagos hasta causar
la muerte de toda la fauna piscícola, cazamos venados por deporte, leopardos
por la piel y ballenas para preparar comida para los perros, atrapamos a los
delfines, boqueantes y semiasfixiados, con grandes redes del tipo utilizado
para la pesca del atún, y sentenciamos a muerte a los perros cachorros para
«equilibrar la población». Todos estos animales y vegetales están tan vivos
como nosotros. Lo que muchas sociedades humanas protegen no es la vida, sino la
vida del hombre, y aun así desencadenamos guerras con medios «modernos» que
causan estragos en la población civil y que suponen un tributo tan escandaloso
que muchos de nosotros ni siquiera nos atrevemos a entrar en su consideración.
A menudo se intenta justificar este genocidio acudiendo a una redefinición
racista o nacionalista de nuestros oponentes que no les reconoce siquiera la
condición de hombres.
Debo decir,
también, que el argumento acerca de la capacidad del cigoto para dar vida a un
ser humano me parece sumamente endeble. En circunstancias propias cualquier
óvulo o esperma tiene este mismo potencial. Con todo, ni la masturbación ni las
poluciones nocturnas del varón suelen conceptuarse como actos antinaturales
merecedores de una condena por asesinato. Una sola eyaculación contiene
suficiente número de espermatozoos para generar centenares de millones de seres
humanos. Por si esto fuera poco, es posible que en un futuro no muy lejano
podamos dar vida a un ser humano a partir de una simple célula tomada
prácticamente de cualquier parte del cuerpo del donante. Si ello es así,
cualquier célula del organismo debidamente preservada hasta el momento en que
la gestación extracorpórea se lleva a la práctica con garantías puede llegar a
convertirse en un ser vivo. Por lo demás, ¿cometo un genocidio si me pincho un
dedo y vierto una gota de sangre? Como puede observarse, se trata de cuestiones
muy complejas. Asimismo, me parece evidente que la solución debe entrañar un
compromiso entre un número de valores muy preciados pero antagónicos. La
cuestión clave del dilema radica en poder determinar en qué momento el feto
puede considerarse un ser humano, dilema que a su vez depende de lo que se
entienda por humano. Desde luego, no el hecho de tener una configuración
humana, porque una masa de material orgánico que se asemejara a un hombre pero
que fuera elaborada con tal fin no podría considerarse propiamente humana.
Asimismo, un hipotético ser extraterrestre dotado de inteligencia que no se
asemejara a nosotros pero que poseyera unas cualidades éticas, intelectuales y
artísticas superiores a las del hombre debería entrar en nuestro cuadro de
prohibiciones contra el asesinato. Lo
que acredita nuestra condición humana no es lo que parecemos, sino lo que somos.
La razón por la que prohibimos dar muerte a otro ser humano debe sustentarse en
alguna cualidad peculiar del hombre, cualidad a la que conferimos especial
valor y que pocos o ningún otro organismo de la Tierra posee. Es indudable que
la humanidad de un ser no viene determinada por el hecho de que sea capaz de sentir
dolor o emociones intensas, ya que entonces deberíamos extender este criterio a
los animales a los que damos muerte gratuitamente.
Creo que la
cualidad humana básica no puede ser otra que nuestra inteligencia. Si lo consideramos
así, la inapelable inviolabilidad de la vida humana puede identificarse con la
evolución y la presencia del neocórtex. No podemos exigir que se trate de una evolución
plena porque ésta no se produce hasta muchos años después del nacimiento, pero
tal vez podríamos determinar que el tránsito a la fase humana acaece en el
momento en que se inicia la actividad neocortical tal como viene registrada por
la electroencefalografía del feto. La observación de algunas funciones
biológicas muy simples nos ofrece indicativos del momento en que el cerebro
cobra un carácter específicamente humano. Hasta la fecha [1977] se ha
investigado muy poco dicha cuestión, y estoy convencido de que los estudios en este
terreno desempeñarían un papel determinante en la consecución de un compromiso
aceptable que zanjara los debates sobre el aborto. Indudablemente, habría diferencias
de un feto a otro en cuanto al momento
de iniciación de las primeras señales electroencefalográficas del neocórtex, y
todo intento de formular una definición legal del momento en que comienza la
vida propiamente humana debería adoptar una pauta de prudencia, es decir, a
favor del feto menos desarrollado capaz de exhibir tal actividad. Tal vez el
momento de transición habría que fijarlo hacia el término del primer trimestre
o próximo al inicio del segundo trimestre del embarazo. (Estamos hablando aquí
de lo que, en una sociedad de seres racionales, debiera estar prohibido por la
ley. O sea, que todo aquel que piense que el aborto de un feto menos
desarrollado que el propuesto como base constituye un asesinato, no tiene por
qué verse obligado a llevar a cabo ni aceptar el aborto en cuestión.)
[…] creo que
la clave última de la solución a la controversia sobre el aborto debe dárnosla
la investigación de la actividad neocortical del feto."
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