martes, 17 de diciembre de 2013

Una cuestión de honestidad individual

Recientemente tuve la oportunidad de leer un poco más sobre el origen de las principales religiones actuales(*), e inevitablemente me vuelvo a preguntar: ¿por qué en el año 2013, casi 14, tantas personas aún siguen creyendo en las religiones? ¿Por qué siguen creyendo que tienen dragones invisibles en los garages? Obviamente, las respuestas son en realidad muchas y abarcan más aspectos de los que puedo llegar a -y soy capaz de- analizar aquí. Pero, al menos para empezar, quise escribir algo sobre cómo las religiones se transmiten a lo largo de los siglos. Esto es, claro, de padres a hijos y de los clérigos a sus fieles.

Carl Sagan afirmaba que el creyente no basa sus creencias en la evidencia, sino "en una enraizada necesidad de creer" y que, por lo tanto, cualquier debate utilizando la lógica será imposible. Obviamente, como Sagan mismo hizo notar en más de una oportunidad, esto va directamente en contra del progreso, ya que, por ejemplo, tenemos políticos basando sus decisiones en mitos fantásticos en lugar de pedir asesoramiento a científicos competentes (en EEUU, uno de los países más importantes del mundo, autoproclamarse ateo equivale a perder toda oportunidad de acceder a un cargo público).

Daniel Dennett va un poco más allá y en una charla de 2006, reflexiona sobre el origen natural de las religiones y cómo éstas han sido, al pasar los siglos y milenios, "rediseñadas" por el hombre. El origen y evolución de la mayoría de las religiones no encierra en general grandes misterios y es conocido por científicos e historiadores hace ya bastante tiempo -en realidad sí queda, obviamente, muchísimo por estudiar, y es un campo fascinante-, pero aceptar esto parece ser un desafío imposible para muchos creyentes.

No deja de sorprender que a veces el creyente ni siquiera sabe bien en qué cree, es decir, no conoce todos los pormenores de su propia religión, e incluso a muchos de ellos eso no parece importarles. La cuestión es creer en algo, porque esto les hace falta para sentirse completos, para sentir que la vida tiene sentido. (Sería lo esperable que una persona conociera en todo detalle una creencia que en gran medida le va a condicionar varios -si no muchos o todos- aspectos de su vida, pero ese no parece ser siempre el caso.) Pero, si hay detalles que la gente desconoce de la propia religión, su desconocimiento de las demás religiones es, casi como regla general, nulo. ¿Por qué? Eso nos lleva al próximo punto: la forma en que las religiones se transmiten.

Como es sabido -y, salvo pocas excepciones, así ha sido siempre a lo largo de la Historia-, la enorme mayoría de la gente transmite sus creencias a sus hijos, ya sea directamente en el hogar o indirectamente al enviarlos a colegios o instituciones religiosas donde se les impartirá esa creencia particular en forma de clases. Pocas personas creyentes (creyentes de verdad, no sólo de nombre) escapan a esta regla. La crueldad -valga el término, a pesar de que generalmente esto es algo que los padres hacen con todo su amor y en la plena confianza de que es lo mejor para sus hijos, cuando no simplemente por defecto- del caso reside en que la mente de un niño carece de la formación necesaria para analizar críticamente lo que se la está enseñando y lo toma como cierto sin cuestionamientos, por absurdo que sea. Además, las demás religiones no se enseñan. Sólo una, que se imparte como la verdad única, absoluta, incuestionable, inalterable.

Una vez alcanzada la edad adulta, son relativamente pocos los que reniegan de su fe -la de sus padres- por varios motivos. Primero, porque, como dijimos, les fue enseñada a muy temprana edad y ya forma parte de sus vidas. Es casi imposible para los creyentes concebir un mundo en el que su fe sea falsa. Sería un mundo vacío y, aparentemente, carente de sentido o significado. Segundo, porque cuestionar o cuestionarse su fe equivaldría a desafiar las enseñanzas de las personas que uno más ama e idolatra cuando es chico: los padres (y en muchos casos podríamos agregar también a los primeros maestros). Sería, además de desafiarlos, hacerlos quedar como tontos por haber creído ellos mismos algo falso. (Ambas ideas son, por supuesto, equivocadas: por un lado, si no hubiéramos cuestionado nada, seguiríamos en las cavernas temiendo al fuego; por el otro, nuestros padres son humanos y pueden equivocarse o ser engañados. Baste recordar que hasta no hace mucho, desde el punto de vista histórico, los padres transmitían a sus hijos la certeza de que la Tierra era plana y descansaba sobre el lomo de elefantes gigantes. Esto era la verdad, y no podía ser cuestionada. Hasta que lo fue.)

Las religiones -a través de sus clérigos, ansiosos por permanecer en una posición de comodidad y muchas veces de poder-, con el tiempo, han convencido hábilmente a gran parte de la humanidad de que transmitir sus doctrinas de padres a hijos es por el bien de éstos, de que es salvar sus almas inmorales y asegurar su bienestar en una vida posterior que es eterna y por ende mucho más importante que esta, y de que la alternativa es el sufrimiento infinito y también eterno. Además, según suelen afirmar, otorgan un marco de ética y moral al individuo, que no existiría sin la religión. Estas nociones, con diversas formas y características particulares, surgieron en un momento u otro en la mayoría de las religiones. Y son falsas.

Lo primero que debemos hacer como sociedad, si no como individuos, es perder ese miedo a los castigos divinos y dejar de inculcar religiones a los niños. Otra opción podría ser, como propone Dennett, enseñarlas todas, comparando sus historias y sus características. ¿Qué podría tener de malo enseñar en las escuelas todas las religiones y que luego cada uno decida libremente si cree en alguna de ellas o en ninguna? Por un lado, los padres se verían en muchos casos forzados a aceptar que sus hijos pueden decidir su religión por sí mismos y que su decisión puede no gustarles. Por el otro, los sacerdotes deberían empezar a aceptar que no son imprescindibles. Que la gente puede decidir libremente que no los necesita.

Cuestionarnos aquello que creemos -aquello que se nos ha enseñado a creer sin dejarnos libertad de elección- requiere valentía, pero es una cuestión de honestidad para con nosotros mismos.

(*)Sobre el origen y evolución de las principales religiones, actuales y pasadas, y si bien debe haber autores más eruditos, recomiendo para el lector principiante y para todo amante de la Historia la serie de libros de Isaac Asimov llamada Historia Universal Asimov.

martes, 3 de diciembre de 2013

Sacerdotes entrometidos

Si sos creyente, seguramente te resultará difícil de entender que la intromisión de los sacerdotes -generalmente católicos; no sé si alguna otra religión lo hace- en los hospitales sea algo tan indignante para un ateo y porqué este señor polaco tiene todo el derecho de demandar al hospital, así que pongamos un ejemplo:
 
Imaginate que tenés un familiar o amigo internado en estado grave (sí, es un ejemplo feo, así que supongamos que después al final zafa y todos felices) y que los médicos te dan la noticia de que está inconsciente y es muy probable que le quede poco tiempo. Como esa persona es católica o cristiana, salís a buscar a un cura conocido de la familia para que le administre el sacramento de la extremaunción, o sacramento de la unción de los enfermos. Pero resulta que un rato después, cuando volvés, te encontrás con que otra persona entró sin ningún permiso a la habitación del enfermo y, también sin ninguna autorización, realizó el ritual por su propia cuenta. ¿Eso te indignaría? ¿Te escandalizaría? Lo más probable es que un poco, pero no mucho. No es el mejor momento para ponerse a discutir. Es una situación ya de por sí difícil y, al fin y al cabo, un cura es un cura y el rito es el mismo.

Pero ahora imaginate que el religioso que entró sin permiso y le puso las manos encima a tu allegado no es de tu religión, sino de otra que no tiene nada que ver con vos ni con el moribundo. Dijimos que ya de por sí era una situación difícil, pero ahora, ¿mejoró o empeoró? ¿Te sentís contento de ver a alguien que no conocés, vestido con ropas raras, rezando quién sabe a qué dioses, haciendo quién sabe qué pases mágicos en la cara de tu pariente o amigo? ¿Te parece que él estaría contento? ¿Y si fueras vos el que estuviera ahí acostado?

A un creyente que está en las últimas, ver que se le acerca un cura puede resultarle reconfortante y tranquilizador. Le asegura que va a estar todo bien y que diciendo unas palabritas y tocándole la frente con aceite le garantiza que de acá se va derecho a un lugar mejor. 
 
Pero para un no creyente, es una visión desagradable y aterradora, que sólo sirve para recordarle que el final se acerca y las promesas de paraísos y recompensas a cambio de convertirse a su fe sólo le dan bronca. No es el momento de hacer proselitismo. Es un abuso y debería ser penado, no importan las buenas intenciones que en algunos casos seguramente haya. 
 
Un cura que acude cuando se lo llama puede ser un acto de compasión; uno que se entromete sin permiso, que deambula libremente por los hospitales buscando algún moribundo al que cantarle sus cantitos, es directamente una extorsión en el momento de mayor vulnerabilidad de una persona. Es totalmente inmoral y antiético. ¿Lo entendiste ahora?