viernes, 22 de marzo de 2013

Las mentiras de los chemtrails

Hace unos meses hablamos de lo que son en realidad los chemtrails o, mejor dicho, contrails. Resulta que los conspiranoicos hacen lo imposible para que nos creamos sus mentiras. Dos ejemplos, nada más. 

El primero, una foto vulgarmente alterada. En la original, vemos un desfile de pilotos de aeronaves protestando frente a Wall Street por la fusión de dos empresas aéreas. Cada piloto lleva un cartel con leyendas como "¿Cuánto vale un piloto?" o "La gerencia está destruyendo nuestra aerolínea". En la foto modificada, cada cartel tiene sobreimpresa una foto de estelas de condensación, para que parezca que se trata de una protesta contra los chemtrails. Burdo.
La imagen original y la retocada


El segundo, un sitio donde se asegura que una empresa que "nos fumiga" lo admite en su web. Muestran un avión con unos extraños tubos rojos en su barriga (no muy disimulados que digamos) y el zoom se va centrando en ellos como mostrando el gran descubrimiento de un fotógrafo arriesgado. Se trata ni más ni menos que de un avión Boeing 747 modificado para apagar incendios. Esos tubos son simplemente la descarga del agua. En las fotos donde parece estar "fumigando" en realidad está dejando salir el agua sobre algún fuego o como demostración. 

En ese sitio también mencionan que la empresa admite que el avión puede ser usado para modificar el clima, cosa que o no entienden y les suena a algo terrible o saben lo que es pero se juegan a que los lectores no y se asusten. A lo que se refiere el término weather modification es principalmente al "sembrado de nubes", que consiste en liberar a una altura determinada sustancias como hielo seco o ioduro de plata. Estas partículas sirven de núcleo de condensación para inducir la formación de nubes y causar precipitaciones o disminuir las probabilidades de caída de granizo u ocurrencia de nieblas. Esto es útil, por ejemplo, cerca de los aeropuertos. En esta página de aeronáutica se puede ver un video del Supertanker en acción.
Boeing 747 modificado para apagar incendios

En fin. Eso es lo que hacen los conspiranoicos. Mentir para intentar hacernos sentir miedo ante amenazas inexistentes.

jueves, 21 de marzo de 2013

Manifiesto ateo, de Sam Harris

En 2005, el filósofo, escritor y neurocientífico Sam Harris escribió su Manifiesto Ateo, donde enumera y explica algunas de sus razones para ser ateo y porqué para él el ateísmo es una cuestión de honestidad, tanto moral como intelectual. El texto no dice nada realmente nuevo y coincido en casi todo, aunque le agregaría unos cuantos daños más que le hicieron y le hacen actualmente las religiones a la humanidad, pero el artículo ya es bastante largo tal como está.

Si no conocías al autor, acá hay una pequeña biografía suya. La traducción la encontré en internet, pero le hice muchas correcciones propias.


Sam Harris - Manifiesto Ateo

En algún lugar del mundo un hombre ha secuestrado a una niña. Pronto va a violarla, torturarla y matarla. Si una atrocidad de este tipo no está ocurriendo en este preciso momento, sucederá en unas pocas horas o, como máximo, en unos días. Tal confianza la obtenemos de las leyes estadísticas que gobiernan las vidas de 6 mil millones de seres humanos. Esas mismas estadísticas también sugieren que en este preciso momento los padres de esa niña creen que un dios amoroso y todopoderoso está cuidando de ellos y su familia. ¿Tienen razón en creer esto? ¿Es bueno que lo hagan?

No.

Todo lo que es el ateísmo está contenido en esta respuesta. El ateísmo no es una filosofía. Ni siquiera es una visión del mundo. Es simplemente un rechazo a negar lo obvio. Desafortunadamente, vivimos en un mundo en el cual lo obvio es pasado por alto como una cuestión de principios. Lo obvio debe ser observado y reobservado y defendido. Es una tarea ingrata. Conlleva un aura de petulancia e insensibilidad. Es, además, una tarea que el ateo no desea.

Vale la pena hacer notar que nadie necesita identificarse a sí mismo como no-astrólogo o no-alquimista. Por lo tanto, no tenemos palabras para designar a la gente que niega la validez de esas pseudodisciplinas. En el mismo sentido, ateísmo es un término que no debería existir. El ateísmo no es más que la llamada de atención que hace la gente racional al encontrarse con el dogma religioso. El ateo es simplemente una persona que cree que los 260 millones de estadounidenses (el 87% de la población de los EEUU) que afirman no dudar jamás de la existencia de Dios, deberían ser obligados a presentar pruebas de su existencia y, de hecho, de su benevolencia, dada la implacable destrucción de seres humanos inocentes de la que somos testigos a diario. Sólo el ateo aprecia cuán sorprendente es nuestra situación: la mayor parte de nosotros cree en un Dios es tan especioso como los dioses del Olimpo; ninguna persona, sin importar sus cualificaciones, puede postularse a un cargo público en los Estados Unidos sin fingir tener la certeza de que tal dios existe; y mucho de lo que pasa por política pública en este país se ajusta a supersticiones y tabúes religiosos propios de una teocracia medieval. Nuestra realidad es abyecta, indefendible y horrorosa. Sería gracioso, si no hubiera tanto en juego.

Vivimos en un mundo donde todas las cosas, buenas y malas, acaban destruidas por el cambio. Padres pierden a sus hijos e hijos a sus padres. Maridos y esposas se separan en un instante para no volverse a ver. Amigos se despiden con prisa, sin saber que será por última vez. Esta vida, analizada con una mirada amplia, presenta poco más que un vasto espectáculo de pérdida. La mayoría de las personas en el mundo, sin embargo, imaginan que hay una cura para esto. Si vivimos correctamente –no necesariamente éticamente, sino dentro de los parámetros de ciertas creencias antiguas y conductas esterotipadas– obtendremos todo lo que deseamos después de que hayamos muerto. Cuando finalmente nuestros cuerpos nos fallen, simplemente nos deshacemos de nuestro lastre corpóreo y viajamos a una tierra en la que nos reunimos con todos los que amamos cuando estábamos vivos. Por supuesto, la gente demasiado racional y demás chusma quedarán excluidos de este sitio feliz, mientras que aquellos que suspendieron su incredulidad mientras vivían podrán disfrutar por toda la eternidad.

Vivimos en un mundo de sorpresas inimaginables –desde la energía de fusión que enciende el Sol a las consecuencias genéticas y evolutivas de estas luces bailando por eones sobre la Tierra– pero el Paraíso sigue conformando nuestros intereses más superficiales con la fidelidad de un crucero por el Caribe. Esto es maravillosamente extraño. Un desprevenido podría pensar que el hombre, en su miedo a perder todo lo que ama, ha creado el Cielo, junto con su dios guardián, a su propia imagen.

Considérese la destrucción que el huracán Katrina dejó en Nueva Orleans. Más de mil personas murieron, decenas de miles perdieron todas sus posesiones terrenas y cerca de un millón fueron desplazadas. Podemos afirmar que al momento de la llegada de Katrina casi todos los habitantes de Nueva Orleans creían en un dios omnipotente, omnisciente y compasivo. Pero, ¿qué estaba haciendo Dios mientras un huracán devastaba su ciudad? Seguro que oyó las plegarias de los hombres y mujeres mayores que escaparon de la inundación hacia la seguridad de sus áticos, sólo para ahogarse lentamente allí. Estas eran personas de fe. Estos eran hombres y mujeres buenos que habían rezado a lo largo de su vida. Sólo el ateo tiene el coraje de admitir lo obvio: esa pobre gente murió hablándole a un amigo imaginario.

Claro, había habido suficientes advertencias de que una tormenta de proporciones bíblicas golpearía Nueva Orleans y la respuesta humana ante el desastre resultante fue trágicamente ineficaz. Pero fue ineficaz sólo a la luz de la ciencia. La advertencia temprana del recorrido de Katrina fue arrebatada a la muda naturaleza mediante cálculos meteorológicos e imágenes satelitales. Dios no le dijo a nadie sobre sus planes. Si los residentes de Nueva Orleans se hubieran contentado con confiar en la benevolencia del Señor, no hubieran sabido que un huracán asesino se dirigía hacia ellos hasta que sintieran las primeras ráfagas de viento sobre sus rostros. A pesar de todo, una encuesta realizada por el Washington Post reveló que un 80% de los sobrevivientes de Katrina aseguran que el evento sólo ha reforzado su fe en Dios.

Mientras el huracán Katrina devoraba Nueva Orleans, cerca de mil peregrinos chiítas eran pisoteados hasta la muerte en un puente en Iraq. No caben dudas de que esos peregrinos creían poderosamente en el dios del Corán: sus vidas estaban organizadas alrededor del hecho indiscutible de su existencia; sus mujeres caminaban ante él con el rostro cubierto; sus hombres se mataban regularmente unos a otros a causa de distintas interpretaciones de su palabra. Sería sorprendente si uno solo de los sobrevivientes de esta tragedia hubiera perdido su fe. Lo más probable es que imaginen que han sido salvados por la gracia de Dios.

Sólo el ateo reconoce el ilimitado narcisismo y autoengaño de los que se salvaron. Sólo el ateo se da cuenta de cuán moralmente cuestionable es que los sobrevivientes de una catástrofe se crean salvados por un dios amoroso mientras que ese mismo dios ahogaba a niños en sus cunas. Debido a que se niega a esconder la realidad del sufrimiento del mundo con una empalagosa fantasía de vida eterna, el ateo siente hasta los huesos cuán preciosa es la vida –y, de hecho, cuán desafortunado es que la felicidad de millones de seres humanos sea horrorosamente limitada sin ninguna razón en absoluto.

Uno se pregunta cuán vasta y gratuita tendría que ser una castástrofe para llegar a sacudir la fe del mundo. El Holocausto no lo consiguió. Tampoco lo logró el genocidio en Ruanda, incluso con sacerdotes armados con machetes entre sus perpetradores. Quinientos millones de personas murieron de viruela durante el siglo XX, muchos de ellos niños. Los caminos de Dios son, sin duda, inescrutables. Pareciera que cualquier hecho, no importa cuán desafortunado, puede ser compatibilizado con la fe religiosa. En materia de fe, hemos decidido no tener los pies en la Tierra.

Por supuesto, las personas de fe se viven asegurando entre ellas que Dios no es responsable del sufrimiento humano. Pero, ¿de qué otra forma podemos entender que al mismo tiempo se afirme que Dios omnisciente y omnipotente? No hay otro modo, y es tiempo de que los seres humanos cuerdos lo asuman. Es el viejo problema de la teodicea, claro, y deberíamos considerarlo resuelto. Si Dios existe, o bien no puede hacer nada por detener las más tremendas calamidades o no le interesa hacerlo. Dios, por consiguiente, o es impotente o es malvado. Los lectores píos ejecutarán ahora la siguiente pirueta: Dios no puede ser juzgado con los simples estándares humanos de moralidad. Pero, claro, son precisamente los simples estándares humanos de moralidad los que usan los fieles para establecer la bondad de Dios en primer lugar. Y cualquier dios que se preocupe por algo tan trivial como el matrimonio gay o el nombre por el que se lo llama en una plegaria, no es tan inescrutable después de todo. Si existe, el Dios de Abraham no sólo es indigno de la inmensidad de la Creación; es indigno incluso del hombre.

Hay otra posibilidad, por supuesto, y es tanto la más razonable como la menos odiosa: el dios bíblico es una ficción. Como Richard Dawkins ha observado, todos somos ateos con respecto a Zeus y a Thor. Sólo el ateo ha concluido que el dios bíblico no es diferente. Consecuentemente, sólo el ateo es lo suficientemente compasivo como para tomarse en serio la profundidad del sufrimiento del mundo. Es terrible que todos morimos y perdemos todo lo que amamos. Es doblemente terrible que tantos seres humanos sufren innecesariamente mientras viven. Que buena parte de ese sufrimiento puede ser directamente atribuido a la religión –a los odios religiosos, guerras religiosas, delirios religiosos y desviaciones religiosas de recursos escasos– es lo que convierte al ateísmo en una necesidad moral e intelectual. Es una necesidad, sin embargo, que desplaza al ateo hacia los márgenes de la sociedad. El ateo, solamente por estar en contacto con la realidad, parece vergonzosamente fuera de contacto con la vida de fantasía de sus vecinos.

La naturaleza de la creencia

Según varias encuestas recientes, el 22% de los estadounidenses está convencido de que Jesús regresará a la Tierra en algún momento dentro de los próximos 50 años. Otro 22% cree que es probable que lo haga. Seguramente este es el mismo 44% que va a la iglesia una vez por semana o más, que cree que Dios literalmente prometió la tierra de Israel a los judíos y que quiere dejar de enseñar a nuestros hijos el hecho biológico de la evolución. Como bien sabe el Presidente Bush, este tipo de creyentes constituye el segmento más cohesionado y motivado del electorado estadounidense. En consecuencia, sus opiniones y prejuicios influyen en casi todas las decisiones de importancia nacional. Los políticos liberales parecen haber extraído la lección equivocada de estos resultados y ahora están recorriendo las Escrituras, preguntándose cual sería la mejor forma de congraciarse con las legiones de hombres y mujeres de Estados Unidos que votan en gran parte en base al dogma religioso. Más del 50% de los estadounidenses tiene una opinión "negativa" o "altamente negativa" de la gente que no cree en Dios y el 70% piensa que es importante que los candidatos presidenciales sean "firmemente religiosos". La insensatez se encuentra en ascenso en los Estados Unidos –en nuestras escuelas, en nuestros tribunales y en cada rama del gobierno federal. Sólo el 28% de los estadounidenses cree en la evolución y el 68% cree en Satán. Tal grado de ignorancia, concentrada tanto en la cabeza como en el vientre de una superpotencia gigante, representa hoy un problema para el mundo entero.

Aunque para las personas inteligentes sea fácil criticar el fundamentalismo religioso, la a veces llamada "moderación religiosa" todavía goza de considerable prestigio en nuestra sociedad, incluso en la torre de marfil. Esto es irónico, ya que los fundamentalistas tienden a hacer un uso más principista de sus cerebros que los moderados. Aunque los fundamentalistas justifiquen sus creencias religiosas con pruebas y argumentos extraordinariamente pobres, al menos hacen un intento de justificación racional. Los moderados, en cambio, por lo general no hacen más que citar las consecuencias beneficiosas de la creencia religiosa. En lugar de decir que creen en Dios porque ciertas profecías bíblicas se han cumplido, ellos dirán que ellos creen en Dios porque esta creencia "le da sentido a sus vidas". Cuando un tsunami mató a algunos cientos de miles de personas el día después de Navidad, los fundamentalistas rápidamente interpretaron este cataclismo como evidencia de la ira de Dios: resulta que Dios estaba enviando a la humanidad otro mensaje indirecto sobre los males del aborto, la idolatría y la homosexualidad. Aunque moralmente obscena, esta interpretación de los acontecimientos termina siendo razonable, si aceptamos determinadas (ridículas) suposiciones. Los moderados, por el contrario, se rehúsan a extraer absolutamente ninguna conclusión sobre Dios a partir de sus obras. Dios sigue siendo un perfecto misterio, una mera fuente de consuelo que es compatible con la existencia del mal más desolador. Ante desastres como el tsunami asiático, la piedad liberal tiende a producir las más pasmosas y rebuscadas tonterías imaginables. Así y todo, hombres y mujeres de buena voluntad naturalente prefieren tales vacuidades a la odiosa moralización y profetización de los verdaderos creyentes. Entre catástrofes, sin duda es una virtud de la teología liberal que ésta enfatice la compasión sobre la ira. Vale la pena señalar, sin embargo, que es compasión humana –no de Dios– la que se vemos cuando los cadáveres hinchados son rescatados del mar. En los días en que miles de niños a la vez son arrancados de los brazos de sus madres y ahogados por pura casualidad, la teología liberal debe ser revelada como lo que es –puras pretensiones. Incluso la teología de la ira tiene más mérito intelectual. Si Dios existe, su voluntad no es inescrutable. Lo único inescrutable en estos hechos terribles es que tantos hombres y mujeres neurológicamente sanos puedan creer lo increíble y pensar que eso es el pináculo de la sabiduría moral.

Es completamente absurdo que los religiosos moderados sugieran que un ser humano racional pueda creer en Dios simplemente porque esta creencia le hace feliz, alivia su miedo a la muerte o le da sentido a su vida. La absurdidad se hace obvia en el momento en que cambiamos la noción de Dios por alguna otra proposición consoladora: imagine, por ejemplo, que un hombre desea creer que hay un diamante del tamaño de un refrigerador enterrado en algún lugar de su patio. No hay duda de que se sentiría extraordinariamente bien creer esto. Sólo imagine qué pasaría entonces si ese hombre siguiera el ejemplo de los religiosos moderados y mantuviera dicha creencia en términos pragmáticos: cuando se le pregunta por qué piensa que hay un diamante en su patio que es miles de veces más grande que ninguno descubierto hasta ahora, el hombre dice cosas como "Esta creencia le da sentido a mi vida", o "Mi familia y yo disfrutamos cavando los domingos para encontrarlo", o "Yo no querría vivir en un universo donde no hubiera un diamante del tamaño de un refrigerador enterrado en mi patio trasero". Claramente, estas respuestas son inadecuadas. Pero son peores que eso. Son las respuestas de un loco o de un idiota.

Aquí podemos ver por qué la apuesta de Pascal, el salto de fe de Kierkegaard y otros esquemas de Ponzi epistemológicos no sirven. Creer que Dios existe es creer que uno se encuentra en alguna relación con su existencia, tal que su existencia es en sí misma la razón de nuestra creencia. Tiene que haber alguna conexión causal, o una apariencia de la misma, entre el hecho en cuestión y la aceptación de ese hecho por parte de una persona. De este modo, podemos ver que las creencias religiosas, para ser creencias sobre cómo es el mundo, deben ser tan probatorias en espíritu como cualquier otra. Pese a todos sus pecados contra la razón, los fundamentalistas religiosos entienden esto; los moderados –casi por definición– no.

La incompatibilidad entre la razón y la fe ha sido por siglos una característica evidente de la cognición humana y del discurso público. O bien una persona tiene buenas razones para aquello que firmemente cree, o no las tiene. Las personas de todos los credos reconocen naturalmente la primacía de la razón y recurren al razonamiento y las evidencias siempre que pueden. Cuando el pensamiento racional apoya el credo, aquel es siempre defendido, pero cuando representa una amenaza, es ridiculizado. A veces ambas cosas en la misma frase. Sólo cuando las evidencias a favor de una doctrina religiosa son débiles o inexistentes, o hay evidencia innegable en su contra, sus adherentes invocan la "fe". Si no, simplemente citan las razones de sus creencias (por ejemplo, "el Nuevo Testamento confirma las profecías del Antiguo Testamento", "Yo vi la cara de Jesús en una ventana", "Rezamos, y el cáncer de nuestra hija entró en remisión"). Tales razones son generalmente inadecuadas, pero son mejores que ninguna razón en absoluto. La fe no es más que la licencia que la gente religiosa se otorga a sí misma para seguir creyendo cuando las razones fallan. En un mundo que ha sido fragmentado por creencias religiosas mutuamente incompatibles, en una nación cada vez más atada a concepciones de Dios propias de la Edad de Hierro, el final de los tiempos y la inmortalidad del alma, esta perezosa división de nuestro discurso en asuntos de razón y asuntos de fe se ha vuelto excesiva.

La fe y la sociedad buena

La gente de fe afirma regularmente que el ateísmo es responsable de algunos de los crímenes más espantosos del siglo XX. Aunque es cierto que los regímenes de Hitler, Stalin, Mao y Pol Pot fueron irreligiosos en diversos grados, no fueron perticularmente racionales. De hecho, sus declaraciones públicas eran poco más que letanías de engaños: engaños sobre raza, economía, identidad nacional, la marcha de la historia o los peligros morales del intelectualismo. En muchos aspectos, la religión fue directamente culpable incluso en estos casos. Considere el Holocausto: el antisemitismo que construyó ladrillo a ladrillo los crematorios nazis fue una herencia directa del cristianismo medieval. Durante siglos, los alemanes religiosos habían visto a los judíos como la peor especie de herejes y atribuido todos los males sociales a su continua presencia entre los fieles. Mientras en Alemania el odio a los judíos se expresaba de un modo predominantemente secular, la demonización religiosa de los judíos de Europa continuó. (El propio Vaticano perpetuó el libelo de la sangre en sus periódicos en fecha tan tardía como 1914.)

Auschwitz, el Gulag y los Campos de la muerte no son ejemplos de lo que ocurre cuando la gente se torna demasiado crítica hacia las creencias injustificadas. Al contrario, estos horrores son un testimonio de los peligros de no pensar lo bastante críticamente sobre ideologías seculares específicas. Obviamente, un argumento racional contra la fe religiosa no es un argumento para la adopción ciega del ateísmo como dogma. El problema expuesto por el ateo no es otro que el del dogma mismo (del cual toda religión tiene bastante). No existe ninguna sociedad en la historia escrita que haya sufrido porque su gente se haya vuelto demasiado razonable.

Mientras que la mayor parte de los estadounidenses cree que deshacerse de la religión es un objetivo imposible, gran parte del mundo desarrollado ya lo ha logrado. Cualquier historia sobre un "gen de Dios" que haga que la mayoría de los estadounidenses inevitablemente organicen sus vidas alrededor de antiguas obras de ficción religiosa, debe explicar por qué tantos habitantes de otras sociedades del Primer Mundo aparentemente carecen de dicho gen. El nivel de ateísmo a lo largo del resto del mundo desarrollado refuta cualquier argumento de que la religión es de algún modo una necesidad moral. Países como Noruega, Islandia, Australia, Canadá, Suecia, Suiza, Bélgica, Japón, Países Bajos, Dinamarca y el Reino Unido se encuentran entre las sociedades menos religiosas de la Tierra. Según el Informe de 2005 de la ONU sobre el Desarrollo Humano, son también los más sanos, como indican las medidas de esperanza de vida, alfabetismo adulto, ingreso per cápita, nivel educativo, igualdad de género, tasa de homicidios y mortandad infantil. A la inversa, las 50 naciones ranqueadas más bajo en términos de desarrollo humano son firmemente religiosas. Otros análisis pintan el mismo cuadro: Estados Unidos es único entre las democracias ricas por su nivel de fundamentalismo religioso y oposición a la teoría evolutiva. También es único por las altas tasas de homicidio, abortos, embarazos de adolescentes, infecciones venéreas y mortandad infantil. La misma comparación es cierta dentro de los Estados Unidos: los estados del sur y del medio oeste, caracterizados por los niveles más altos de superstición religiosa y hostilidad hacia la teoría evolutiva, están especialmente plagados por los indicadores de disfunción social antes mencionados, mientras que los comparativamente seculares estados del noreste se ajustan más a los niveles europeos. Desde luego, este tipo de datos correlacionales no resuelven las cuestiones de causalidad: la creencia en Dios puede conducir a la disfunción social, la disfunción social puede fomentar la creencia en Dios, cada factor puede fomentar el otro, o bien ambos factores pueden surgir de alguna fuente más profunda de disfuncionalidad. Dejando de lado la cuestión de causa y efecto, estos hechos demuestran que el ateísmo es perfectamente compatible con las aspiraciones básicas de una sociedad civil. También demuestran, de manera concluyente, que la fe religiosa no hace nada para asegurar el bienestar de una sociedad.

Los países con altos niveles de ateísmo también son los más caritativos en términos de prestación de ayuda exterior a los países en desarrollo. La dudosa relación entre el fundamentalismo cristiano y los valores cristianos también es refutado por otros índices de caridad. Considere la razón entre los salarios de los CEOs de más alto nivel y el de su empleado medio: en Gran Bretaña es de 24 a 1; en Francia, de 15 a 1; en Suecia, de 13 a 1; en Estados Unidos, donde el 83% de la población cree que Jesús literalmente resucitó de entre los muertos, es de 475 a 1. Pareciera que muchos creen poder hacer pasar fácilmente un camello por el ojo de una aguja.

La religión como fuente de violencia

Uno de los mayores desafíos que deberá enfrentar la civilización en el siglo XXI es que los seres humanos aprendan a hablar sobre sus preocupaciones personales más profundas –sobre la ética, la experiencia espiritual y la inevitabilidad del sufrimiento humano– de formas que no sean flagrantemente irracionales. Nada obstaculiza más el camino de este proyecto que el respeto que otorguemos a la fe religiosa. Doctrinas religiosas incompatibles han balcanizado nuestro mundo en comunidades morales separadas –cristianos, musulmanes, judíos, hindúes, etc.– y estas divisiones se han convertido en motivo constante de conflicto humano. Ciertamente, la religión es hoy en día una fuente tan activa de violencia como lo ha sido en todo momento en el pasado. Los conflictos recientes en Palestina (judíos contra musulmanes), los Balcanes (serbios ortodoxos contra croatas católicos; serbios ortodoxos contra musulmanes bosnios y albaneses), Irlanda del Norte (protestantes contra católicos), Cachemira (musulmanes contra hindúes), Sudán (musulmanes contra cristianos y animistas), Nigeria (musulmanes contra cristianos), Etiopía y Eritrea (musulmanes contra cristianos), Sri Lanka (budistas cingaleses contra hindúes tamiles), Indonesia (musulmanes contra cristianos timoreses), Irán e Irak (musulmanes chiítas contra musulmanes suníes) y Cáucaso (rusos ortodoxos contra musulmanes chechenos; musulmanes azerbaijanos contra armenios católicos y ortodoxos) son sólo algunos ejemplos. En estos lugares, la religión ha sido la causa explícita de literalmente millones de muertes en los últimos 10 años.

En un mundo dividido por la ignorancia, sólo el ateo se niega a rechazar lo obvio: la fe religiosa promueve la violencia humana a un nivel asombroso. La religión inspira violencia en al menos dos sentidos: (1) a menudo las personas matan a otros seres humanos porque creen que el creador del Universo quiere que así lo hagan (el corolario psicopático inevitable es que ese acto les asegurará una eternidad de felicidad después de la muerte). Los ejemplos de este tipo de comportamiento son prácticamente innumerables, siendo el de los atentados suicidas jihadistas el más prominente. (2) Cada vez más personas se inclinan hacia el conflicto religioso simplemente porque su religión constituye el núcleo de sus identidades morales. Una de las patologías duraderas de la cultura humana es la tendencia a educar a los niños a temer y demonizar a otros seres humanos en base a la religión. Muchos conflictos religiosos que parecen motivados por intereses terrenales son, por lo tanto, de origen religioso. (Sólo pregunte a los irlandeses.)

A pesar de estos hechos, los religiosos moderados tienden a imaginarse que el conflicto humano siempre puede reducirse a la falta de educación, a la pobreza o a quejas políticas. Esta es una de las muchas ilusiones de la piedad liberal. Para disiparla, sólo tenemos que reflexionar sobre el hecho de que los secuestradores del 11-S eran universitarios de clase media que no tenían ninguna historia conocida de opresión política. Sí pasaban, sin embargo, una gran cantidad de tiempo en su mezquita local, hablando de la depravación de los infieles y de los placeres que esperan a los mártires en el Paraíso. ¿Cuántos arquitectos e ingenieros mecánicos más deberán estrellarse contra la pared a 600 kilómetros por hora antes de que admitamos que la violencia jihadista no es un asunto de educación, pobreza o política? La verdad, por increíble que parezca, es esta: una persona puede tener un nivel de educación tan alto como para saber construir una bomba nuclear y al mismo tiempo creer que obtendrá 72 vírgenes en el Paraíso. Tal es la facilidad con que la mente humana puede ser particionada por la fe, y tal es el grado al cual nuestro discurso intelectual todavía aloja pacientemente a la ilusión religiosa. Sólo el ateo ha observado lo que ya debería ser obvio para todo ser humano pensante: si queremos desarraigar las causas de la violencia religiosa debemos desarraigar las falsas certezas de la religión.

¿Por qué la religión es una fuente tan poderosa de violencia humana?
  • Nuestras religiones son intrínsecamente incompatibles entre sí. Jesús resucitó de entre los muertos y volverá a la Tierra como un superhéroe, o no. El Corán es la palabra infalible de Dios, o no lo es. Cada religión hace afirmaciones explícitas sobre cómo es el mundo, y la verdadera profusión de estas afirmaciones incompatibles crea una base duradera para el conflicto.
  • No hay ninguna otra esfera de discurso en la que los seres humanos articulen de manera tan completa sus mutuas diferencias, o en la que expresen estas diferencias en términos de recompensas y castigos eternos. La religión es la única empresa en la que el pensamiento nosotros-ellos alcanza una significación trascendente. Si una persona realmente cree que llamar a Dios por el nombre correcto puede marcar la diferencia entre la felicidad eterna y el sufrimiento eterno, entonces se hace muy razonable tratar a los herejes e incrédulos bastante mal. Hasta puede ser razonable matarlos. Si una persona piensa que hay algo que otra persona puede decirles a sus hijos que podría poner en peligro sus almas para toda la eternidad, entonces el vecino hereje es en realidad mucho más peligroso que el pederasta. Los riesgos de nuestras diferencias religiosas son inconmensurablemente más altos que aquellos nacidos del mero tribalismo, del racismo o de la política. 
  • La fe religiosa es un obstáculo al diálogo. La religión es la única área de nuestro discurso donde las personas están sistemáticamente protegidas de la demanda de aportar evidencias de las creencias que firmemente sostienen. Y sin embargo, estas creencias a menudo determinan aquello por lo que viven, aquello por lo que morirán, y –demasiado a menudo– aquello por lo que matarán. Esto es un problema, porque cuando hay mucho en juego los seres humanos tienen una elección muy simple entre el diálogo y la violencia. Sólo una buena predisposicion a ser razonables –a soportar que nuestras creencias sobre el mundo sean revisadas por nuevas evidencias y nuevos argumentos– puede garantizar que sigamos hablando entre nosotros. La certeza sin pruebas es necesariamente divisoria y deshumanizadora. Aunque no existe ninguna garantía de que la gente racional siempre vaya a ponerse de acuerdo, es indudable que la gente irracional siempre estará dividida por sus dogmas. 

Parece profundamente improbable que vayamos a curar las divisiones existentes en nuestro mundo simplemente multiplicando las oportunidades para el diálogo interreligioso. El objetivo para la civilización no puede ser la tolerancia mutua de la irracionalidad manifiesta. Aunque todas las partes en el discurso religioso liberal han acordado ser cautos en aquellos puntos en los que de otra forma sus visiones del mundo chocarían, estos mismos puntos siguen siendo perpetuas fuentes de conflicto para sus correligionarios. La corrección política, por lo tanto, no ofrece una base duradera para la cooperación humana. Si la guerra religiosa alguna vez va a pasar a ser algo inconcebible para nosotros, del mismo modo que la esclavitud y el canibalismo parecen destinados a serlo, será gracias a que hayamos prescindido del dogma de la fe.

Cuando tenemos razones para aquello que creemos, no necesitamos fe. Cuando no tenemos razones, o las que tenemos son malas, hemos perdido nuestra conexión con el mundo y entre nosotros. El ateísmo no es más que un compromiso con el nivel más básico de honestidad intelectual: nuestras convicciones deberían ser proporcionales a nuestras evidencias. Pretender tener la razón cuando no es así –de hecho, pretender tener razón sobre proposiciones para las cuales ninguna evidencia es siquiera concebible– es una falta moral e intelectual. Sólo el ateo ha comprendido esto. El ateo es simplemente una persona que ha percibido las mentiras de la religión y que se ha negado a hacerlas propias.

jueves, 14 de marzo de 2013

Habemus Papam

Jorge Mario Bergoglio era, hasta ayer, un ciudadano argentino de 76 años oriundo de Buenos Aires. A partir de hoy, después de la renuncia de Benny, se transformó en el Papa número 266 de la Iglesia católica y jefe de Estado del Vaticano. Siguiendo la costumbre iniciada por el Papa Juan II (éste se llamaba Mercurio, pero, o bien le pareció que su dios podía ofenderse si el máximo representante de su iglesia ostentaba el nombre de un dios romano, o pensó que los fieles no lo tomarían como un buen signo, así que lo cambió), Bergoglio desde ahora será conocido con el nombre papal de Francisco I. Es el primer papa jesuita y el primero de este continente.

Entre 1964 y 1966 fue profesor de Literatura y Psicología. Fue ordenado sacerdote en 1969, tuvo el cargo de 'provincial' de 1973 a 1979 y fue designado obispo titular de Auca en 1992, para ejercer como uno de los cuatro obispos auxiliares de Buenos Aires. En 1997, cuando la salud del arzobispo Antonio Quarracino empezó a debilitarse, Bergoglio fue designado obispo coadjutor. En 1998 tomó el cargo de arzobispo de Buenos Aires. En 2001, Juan Pablo II lo nombró cardenal. Además, se constituyó en el primado de Argentina, resultando así el superior jerárquico de la Iglesia católica argentina.
Es sabido que la Iglesia Católica siempre ha sido amiga cercana de dictadores y genocidas y los argentinos no han sido excepción. El periodista y autor Horacio Verbitsky escribió varios libros sobre este tema, entre los que se destaca "El silencio: de Paulo VI a Bergoglio: las relaciones secretas de la Iglesia con la ESMA", así como una buena cantidad de artículos y entrevistas a testigos en los que muestra cómo Bergoglio mismo se ocupó de ocultar la relación entre el episcopado argentino y la Junta Militar de Videla. Según esos testigos, Bergoglio no solo no ayudó, sino que perjudicó a numerosos sacerdotes y laicos secuestrados, torturados y desaparecidos.

Más recientemente, durante el debate en Argentina por la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, el flamante Papa dio la nota con una carta dirigida a las monjas Carmelitas de Argentina, en la que se refiere al mismo como "una 'movida' del padre de la mentira que pretende confundir y engañar a los hijos de Dios". La carta en sí merecería una entrada aparte. Es una diatriba retrógrada y misticista que parace sacada de algún escrito de hace dos mil años. "Está en juego la vida de tantos niños que serán discriminados de antemano privándolos de la maduración humana que Dios quiso se diera con un padre y una madre. Está en juego un rechazo frontal a la ley de Dios, grabada además en nuestros corazones." Por supuesto que no esperaba que un cardenal apoyara esta ley, pero hablar de engaños del diablo o leyes divinas ya es como mucho. Después se dedicó a la parte legal acusando a una jueza porteña que dictó un fallo por el cual se permitió un matrimonio entre personas del mismo sexo, de ignorar "las condiciones para que el matrimonio sea considerado como tal, refleja un serio desapego a las leyes que nos rigen". Parece que el que no sabe nada de leyes ni de matrimonios (ni de amor, ni -supuestamente- de sexo, ya que estamos) es él.
Defensor de pederastas, rudo cruzado en la lucha contra el demoníaco matrimonio gay e incansable luchador contra el derecho de las mujeres al aborto legal, Bergoglio (Pancho, a partir de ahora) era una elección tan mala como cualquier otra. Lo malo es que no sé si había candidatos mucho mejores.

martes, 5 de marzo de 2013

Ser cristiano en un país musulmán

Monjes coptos
Si no es fácil pertenecer a una minoría religiosa, menos lo es en un país musulmán. Esa es la situación de los cristianos ortodoxos egipcios, los coptos.

Se supone que el cristianismo entró en Egipto alrededor del año 42 con San Marcos el Evangelista (aunque hay coptos que sostienen que su cultura es pre-cristiana, derivada del faraonismo, lo que les permite proclamarse herederos de la cultura egipcia). Los coptos tienen su propia Iglesia (en realidad cuatro: la Copta u Ortodoxa, la Ortodoxa de Alejandría o Griega, la Católica Copta y la evangélica copta, cada una con un patriarca casi equivalente al Papa católico. Con el tiempo, sus principales aportes al cristianismo mundial fueron las escuelas de catequesis y el monacato, y los primeros tres concilios ecuménicos de la cristiandad fueron presididos por egipcios.

Cuando Egipto fue conquistado por los musulmanes, los coptos dejaron de ser mayoría y sufrieron frecuentes y brutales persecuciones. Recién a principios del siglo 19 y gracias a Mohammed Alí, valí de Egipto del 1805 al 1848, y a Cirilo IV de Alejandría, patriarca copto entre 1854 y 1861, las cosas parecieron mejorar para ellos. Si bien constituían entre el 10 y 20 % de la población, se estima que para la mitad del siglo 20 llegaron a acumular el 50 % de la riqueza del país.

Esta época dorada se les terminaría en el '52 con el golpe de Estado que puso al mando de Egipto a Gamal Abdel Nasser Hussein, un panarabista acérrimo. Por un lado, Nasser llevó adelante una política de nacionalización masiva, lo que afectó severamente la economía de los coptos; por el otro, su profundo nacionalismo lo hizo obstruir o tanto como pudiera las actividades culturales y religiosas de las etnias no árabes, demorando las construcciones de sus templos (hasta hace muy poco se necesitaba una autorización presidencial para poder realizar reparaciones o mejoras en las iglesias; hoy sólo debe aprobarlas cada gobernador), cerrando sus cortes religiosas y confiscando tierras y otros bienes de la Iglesia. Esto hizo que muchos coptos, sin plena libertad para profesar su credo y sintiendo perderse su identidad egipcia pre árabe, terminaran emigrando.

En la actualidad, los extremistas musulmanes siguen persiguiendo y atacando a los coptos -y a todos los cultos no islámicos- y los ejemplos de violencia causada por el odio religioso abundan. Las peores consecuencias, claro, suelen ser para aquellos musulmanes que osen convertirse a otros credos. La mayoría de las conversiones no son reconocidas por el gobierno y quienes lo intenten pueden ser juzgados por "alterar el orden público". Además, muchos casamientos interreligiosos no son permitidos. Esto es porque, como pasa en todos los cultos, lo más importante es que los niños no sean educados fuera de la religión. Así que se hace todo lo posible para que los matrimonios sean musulmanes con la intención de que los hijos también lo sean. También es común que las mujeres coptas sean secuestradas y obligadas a convertirse al islam y a casarse con hombres musulmanes. Cuesta imaginar peor destino.

domingo, 3 de marzo de 2013

Otra birome "espacial"

Ya que estamos con la astronáutica y la escritura, esta es otra birome (mucho menos sofisticada que la Fisher) que se vende como suvenir en el Museo Nacional del Aire y el Espacio del Instituto Smithsoniano; la "birome cohete".
Sí, me encantan estos chiches.