viernes, 7 de junio de 2013

Esperando al Papa

Inocencio VIII, Giovanni Cybo
Corría mediados del año 1492 cuando el Papa Inocencio VIII (nacido Giovanni Battista Cybo en Génova) muere, dejando al Vaticano sin su líder y a Roma sumida en una profunda crisis económica. Tras de sí dejaba como herencia una importante cacería de brujas, a Torquemada como Gran Inquisidor de España y una cruzada contra los valdenses. También, como muchos de sus predecesores y sucesores, dejó hijos ilegítimos. (Inocencio VIII aparentemente sólo tuvo dos; su sucesor inmediato, Alejandro VI, tuvo 11 hijos de que se tenga noticia.)

El cargo de Papa o Sumo Pontífice es casi equivalente al de monarca (en realidad es un monarca, ya que su título es también el de Jefe de Estado y Soberano de la Ciudad del Vaticano), con sólo dos excepciones: el mismo no es hereditario y se supone que quien lo ocupa no debe tener esposa ni hijos. En la práctica, sólo la primera se ha cumplido en todos los casos: buena parte de los Papas han tenido esposas, amantes, concubinas y cortesanas, y en casi todos esos casos hubo hijos, que generalmente debían pasar como “sobrinos” para visitar a sus “santos” padres.

Además de “llevar la fe católica a todo el mundo” y entablar y mantener relaciones diplomáticas con otros Estados (en realidad, con sus representantes, sin mucha distinción de si son democráticos o no), sus responsabilidades incluyen el mando de las fuerzas del orden y el control de las finanzas vaticanas.

En tiempos de Inocencio VIII, los ciudadanos romanos esperaban al nuevo Papa con gran expectativa, casi con desesperación, por la sencilla razón de que Roma podía quedar sumida en el más absoluto caos durante los períodos sin Papa. Sin un gobernante, se resentían el comercio y el orden ciudadano, aumentaban los robos y homicidios y Roma misma corría el riesgo de ser invadida y conquistada por una potencia extranjera al no tener sus ejércitos a su máximo líder.
Alejandro VI, Rodrigo Borgia

Así que la gente se reunía por miles ante las puertas de la Basílica de San Pedro para esperar, pidiendo y rezando para que la elección del nuevo Papa restablezca prontamente la paz y el relativo bienestar. Los más de 15 días entre la muerte de Inocencio y la asunción de Alejandro VI (nome de guerre de Roderic Llançol i de Borja, quien pronto se haría llamar Rodrigo Borgia para disimular sus raíces españolas en una Iglesia mayoritariamente italiana) deben haber parecido eternos.

Hoy en día, siendo el Vaticano un Estado soberano e independiente de Italia (gracias a Mussolini, cabe recordar), ya no existe el riesgo de una invasión francesa o española ni de una guerra con las famiglias italianas. Tampoco sus calles se tornan más inseguras cada vez que un Papa fallece o renuncia o queda incapacitado para cumplir sus funciones. La policía vaticana está un poco más organizada que hace 500 años.

Los fieles ya no se reunen a esperar al nuevo Papa para que la paz y el orden vuelvan a sus vidas. Ahora lo esperan para que les diga cómo vivirlas: a quién amar, con quién tener relaciones, qué pensar, qué opinar, qué es lícito cuestionar y de qué cosas es mejor no hablar, quién es siervo de su Dios y quién sirve al "Príncipe de la Mentira". Es así que en esas ocasiones la ciudad-Estado del Vaticano se llena de decenas o cientos de miles de personas que creen que sin la existencia de un hombre ocupando ese cargo no podrían vivir o al menos que sus vidas serían mucho mejor con uno que sin él. Y los miles de comerciantes (cientos de miles si contamos el resto del mundo) que viven de vender su imagen. Ellos son, quizás, los únicos que obtienen un beneficio real cuando se anuncia el esperado habemus papam. (Bueno, los bancos vaticanos también.)

1 comentario:

  1. Nunca mejor dicho (o escrito en este caso). Excelente artículo.

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